Cuando ya estaba decidido a tirar a la basura todos los
canapés, beberme el lambrusco y darme una ducha de piña, una silueta se dibujó
en la puerta.
Los ojos de mi joven vecina son azules o verdes. No lo sé
muy bien. Siempre que me dispongo a mirárselos (los ojos), una gran timidez se
apodera de mí, elevando la temperatura de mi cara y habiendo yo de usar mis manos
para tapármela por si enrojece (la cara)
Como esto me sucede generalmente subiendo o bajando las
escaleras, el privarme de visión me ha provocado unos cuantos disgustos que han
acabado en la mayoría de las ocasiones en el hospital: collarín, tiritas,
betadine.
Es joven, atractiva a rabiar, elegante y pizpireta. Es
poseedora de unas piernas totalmente funcionales. Las dos. Es una mujer de
bandera, soltera y es también la protagonista de mis ensueños. Tiene un cuerpo
para pecar hasta la deshidratación más preocupante, un Seat Ibiza rojo y una abuela rolliza.
La silueta era de ésta, su abuela.
Trajo rosquillas. Algo duras. Las hizo en semana santa, pero
no les había podido dar salida y le pareció una buena ocasión para
endilgárselas a alguien. Yo, entre que no sé decir que no y que hace muchísimo
que no me como una rosca, hinqué el diente a una, me lo rompí y decidí intentar
acabar con ella a lametazos. Hoy tengo la lengua rasposa y dulce.
Empezó su verborrea: que se alegraba mucho de verme y que se
sentía muy sola desde que hace más de veinte años murió su marido, que ojalá
encontrara un buen mozo (no mayor de cincuenta y cinco) con gusto por lo moral,
que supiera coser y que no hubiera perdido la alegría de vivir porque lo que es
ella, ya no sabe qué hace en este mundo ahora que los hijos van a la suya y los
nietos son todos unos vivales.
Empezaba yo a interesarme por ese último punto, escuchándola
atentamente mientras escurría el contenido de la segunda botella de vino barato,
cuando se silenció repentinamente y sus ojos se abrieron descomedidamente.
Durante unos segundos me quedé observándola, divertido por lo tajante de la
interrupción de sus palabras y espantado por contemplar la posibilidad de que
los globos oculares se desprendieran de su cabeza.
En este momento recordé la frase aquella del dedo, el cielo,
el necio y otras chicas del montón, o algo así y tracé una línea imaginaria que
partía de las pupilas de la señora (teniendo en cuenta el ángulo que éstas
formaban con su rostro) y terminaba en un punto concreto del suelo.
Allí, contentos, moviendo sus antenitas, jugaban no menos de
quince pececillos de plata (o lepisma saccharina) Estaban
sin duda felices por tener visita y excitados ante la posibilidad de que otra
rosquilla cayera al suelo, pues para evitar destrozar mi estómago además de mi
lengua, me vi obligado a deshacerme de la anterior ejecutando un lanzamiento
parabólico (de ecuación aproximada: y=23,5x2 + 56,42x + 6,19) y sin
duda dieron buena cuenta de ella.
Emití una risita trisilábica y la señora se largó
argumentando que tenía que planchar unas croquetas. Por suerte ya no estaba
solo, el lambrusco se había terminado y nadie había probado las tostadas con
ketchup: ¡todas mías!
Hmmm por la ecuación de la parábola deduzco que en tu casa usas sillas muy altas.
ResponderEliminarNo creas, está en milímetros!
EliminarEn tal caso sois enanitos! *-*
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