martes, 24 de julio de 2012

Cotilleo nº1: Vida virtuosa


Hoy, pese a que el humo me envuelve, voy a hablar de un caso que le sucedió al amigo de un amigo de un conocido del vecino del marido de Maite, que es prima hermana segunda por parte de consuegro del hermano de la señora que siempre está en la pescadería del supermercado comprando caballa.

Pues resulta que el señor éste, al que llamaremos Sofía, vivía solo con su madre. Era ésta una mujer de conservadora pose y costumbres rancias: misa diaria, ducha semanal y telenovela continua.
Sofía cuidaba de su madre y procuraba no desatender sus necesidades y mucho menos contravenir sus deseos, propósitos y vehementes creencias. Las palabrotas son malas, el alcohol es malo, de sexo mejor ni hablemos, la política es mala, los vecinos son malos, los que ni son vecinos, peores. Los extranjeros son peligrosos y las jóvenes de hoy en día, todas putas.

Solamente los jueves por la tarde se permitía Sofía salir de casa y acercarse al centro comercial, a dar un paseo ligero. Se sentaba en unos bancos que estaban estratégicamente colocados frente a una tienda de periódicos y tabaco. Allí permanecía no menos de cuatro horas viendo pasar a las potenciales y potentes compradoras.
Fácilmente cayó en la trampa y un buen día acabó comprando un paquete de cigarros. A los dos meses, estaba totalmente enganchado y ya los martes mostraba mucha irritabilidad, ansioso porque llegara el jueves de fumeteo. Le resultaba tan agradable combinar el placer de la contemplación de caderas con la sensación del humo invadiendo su garganta, bronquios y cerebro que cada vez le costaba más aguantar la espera.

No se atrevió a plantear a su santa madre la posibilidad de que, quizá, pudiera también salir a dar un paseo los lunes o los martes, pues sabía a ciencia cierta que ella nunca lo consentiría y pese a que Sofía era ya un hombretón de cuarenta y cinco años, no se veía con valor suficiente para llevarle la contraria a la señorona.

Sí que fue capaz de un introducir, casi con sigilo, el tema del tabaco en una de sus cortas conversaciones. Sofía hizo la atrevida afirmación: “Realmente, creo fumar es un arte, mamá.”
La señora contestó que más que un arte, fumar era un vicio propio de canallas, vividores y chusma barriobajera. Añadió que si por ella fuera, a todos esos fumadores compulsivos que están todo el día con el pitillo en la mano les cortaría los brazos y “a ver cómo se apañan entonces”. Para dejar más clara su posición, recordó en voz alta que su marido y a la vez padre de Sofía, jamás encendió un cigarro y siempre siempre siempre echó pestes de los fumadores, a los que igualaba en carencia de virtudes cristianas con los depravados que mostraban sus vergüenzas en los parques públicos.
“Eso sí, tu padre era un santo varón, hijo, un ejemplo de fiel Cristiano Español. Por eso el Señor se lo llevó tan pronto, para poder tenerlo a su diestra.”

Ante todo ello, Sofía decidió que nunca fumaría delante de su madre y que se cuidaría muy mucho de que ella sospechara lo más mínimo.

Entonces llegó un jueves lluvioso.

No había motivo para salir. Pasear por un centro comercial descubierto bajo la lluvia no tenía sentido, pero la ansiedad apremiaba. El paquete de tabaco, en su bolsillo parecía llamarle con su ronca voz.
Antes de que tuviera tiempo para ni tan siquiera empezar a inventar una excusa, la madre de Sofía le extendió un billete de veinte euros y acompañó el gesto sugiriéndole que fuera al cine y de esa manera no perdía “su tarde libre”.

Sofía, encantado, salió de casa con el dinero muy apretado en su mano izquierda mientras con la derecha acariciaba el bolsillo donde le esperaba su paquete de tabaco.

Antes de entrar al cine se fumó uno, medio agazapado en una esquina. La película no la entendió: unos niños antiguos veían un choque de trenes y después un marciano atacaba a la gente. Una vez hubo terminado la sesión, salió a la calle y se fumó otro cigarrito. No eran los seis o siete que solían caer normalmente, pero al menos se le durmió un poco el gusano de la nicotina. Al menos, él creyó que sería suficiente, pero esa misma noche, a las dos de la mañana, permanecía en su cama, ojos abiertos, brazos y piernas inquietas. No haría eso que no debía hacer para conciliar el sueño, porque sabía que podía quedarse ciego. Además, sabía que la causa de su desvelo era la falta de dosis. Qué a gusto se fumaría uno, sólo uno.

Tras dos horas de tensión y, finalmente, tres gayolas, decidió que abriría la ventana y encendería uno, sólo un pitillito. Se fumaría sólo la mitad.

Nunca había fumado tan rápido cuatro cigarros.

Llegó el momento de deshacerse de las pruebas. La ceniza la había ido dejando sobre los restos de una caja vacía de galletas. Los cigarros, bien apagados en la parte inferior exterior del marco de la ventana, todos juntos también sobre el cartón que un día fue recipiente.

Envolvió las cenizas, los cartones y las colillas en un papel y metió todo ello en una bolsa de plástico. Hizo un nudo bien fuerte para que no escapara nada de olor.

Se desplazó silenciosamente por la casa, en la oscuridad de la noche, hasta la cocina. Abrió la puerta del armario donde estaba el cubo de la basura, lo destapó y metió la bolsa con los restos de su vicio todo lo profundo que pudo, abriéndose paso entre los deshechos, casi hasta el fondo.
No llegó abajo del todo porque uno de los obstáculos que sus dedos encontraron le pareció asquerosamente llamativo. Era algo alargado y de textura resbaladiza y pegajosa, como una sepia en plena descomposición.

A veces la curiosidad nos hace hacer cosas tan raras como olvidarnos de lo que estábamos haciendo, abrir la mano y coger otra cosa que nos llama poderosamente la atención.
La tenue luz de la calle permitió ver a Sofía un condón totalmente desenrollado y con abundante contenido. Usado con toda probabilidad la tarde anterior mientras él veía “Super 8”.

Esto, recordemos, le pasó al amigo de un amigo de un conocido del vecino del marido de Maite, que es prima hermana segunda por parte de consuegro del hermano de la señora que siempre está en la pescadería del supermercado comprando caballa.

sábado, 14 de julio de 2012

Gente

En el fondo, tenemos suerte.

Nos pueden putear todo lo que quieran, nos pueden quitar lo que ya no tenemos, pueden atacarnos arrebatándonos derechos, pueden reírse de nosotros, pueden desear que nos jodamos, por pobres, pueden permanecer sentados en sus butacas, en su mundo, ajenos a la vida real, nos pueden recordar que la élite es la élite, y que nosotros somos gusanitos que corretean a sus pies....
.... pueden hacer todo y eso y más, pero siempre nos tendremos los unos a los otros. Nos tenemos. Somos buenos, somos únicos y además, somos los mejores. Y muchos nos queremos, en parejas, en tríos, en grupos pequeños, grandes, a nosotros mismos o al vecino que baja por la mañana a buscar el pan. No debemos olvidarnos de todo eso. Somos más y somos mucho más grandes que toda esa purria que se cree que dirige nuestras vidas, pero no.

Quizá estemos hartos, pero de la misma manera que a ellos no les interesa nuestro mundo, nosotros repudiamos el suyo, sabemos qué es el amor y qué es la vida.

Nunca podrán robarnos los sueños ni los abrazos, porque no saben qué es todo eso.

miércoles, 4 de julio de 2012

Coacción a alto nivel y baja altura


Estoy vigilado, y lo sé.

Por eso escribo desde una ciudad diferente, una ubicación totalmente secreta, reflexionando y midiendo cada una de mis palabras mientras mis ojos se posan en el acueducto. El dueño del restaurante es de fiar, además de ingenuo, inexperto, franco, sincero, crédulo, candoroso e infantil. El cochinillo asado me ha salido veinte euros más caro (los que he tenido que darle para que haga la vista gorda), pero le he hecho jurar que si le preguntan, él no me ha visto jamás.

¿Y por qué mi ubicación ha de ser de repente un secreto? – Se preguntará el ávido lector. ¿Por qué ocultarse? ¿Por qué ocho horas buscando en Google “cómo ocultar la ip”? ¿Por qué tanta majadería leída en el Yahoo Respuestas?

Gracias por tus preguntas, ávido lector, si no fuera por ti, no tendría motivos para explicarme. Allá voy.

La semana pasada, salía yo de mi casa con paso decidido hacia la calcetinería cuando de repente interrumpió mis pasos un prodigio de los petit-suisse. Un tipo que medía un metro... de hombro a hombro. La altura no sabría decirla porque me quedaba lejísimos su colodrillo. Me puso una mano en la espalda y acompañó mi cuerpo hasta un hermoso automóvil negro que allí mismo se encontraba aparcado. Me hizo entrar en él poniendo su mano en mi cocorota y me encontré sentado en el cómodo asiento de un coche oficial.

A mi lado se encontraba un tipo que pasaría desapercibido en cualquier supermercado, un hombre desaborido aunque elegantemente vestido. Al lado de éste, estaba sentado con las patitas colgando un individuo cuya cara no tardé en reconocer:

¿Jordi Pujol? – pregunté.

“President”, si no le importa – respondió.

Le indicó a su asesor que me explicara el asunto. Sé que era su asesor porque lo llamaba así: “Asesor”.

Asesor, hágale cinco céntimos.

Asesor me empezó a explicar que el desajuste económico y las balanzas fiscales a nivel macroeconómico implicaban la necesidad de subyugar ciertas pretensiones neo-colonizadoras a nivel social y que esto, lejos de estimular el crecimiento de los no desamortizados (según la tercera ley económica de Leinster), aplacaba las pretensiones de “unos cuantos” – dicho con desprecio – que no querían más que comer y comer. Por lo tanto, el desaceleramiento progresivo del índice de cohesión monetaria en el ámbito de tolerancia debía ser siempre negativo, de lo contrario nos veríamos todos abocados al DESASTRE.

Tras una pausa durante la cual no dejé de asentir, levanté la cabeza y mirando a Asesor, le dije: “Creo que no lo acabo de entender del todo...”.

Jordi Pujol pareció perder la poca paciencia que debe llevar encima habitualmente y en una voz mucho más alta que él, me indicó que dejara de escribir recetas o el futuro de Europa y con él, el de nuestra pequeña nación (ahí no supe bien a cuál se refería), estaba en peligro.

Debió entender que mi mueca era de incomprensión, asco e incredulidad a partes iguales y añadió:

“¡Como jefe de Estado, le ordeno que deponga su actitud rebelde!”

¿Jefe de Estado? ¿Eso no debería decirlo el presidentillo bizco-barbas que nos gobierna? ¿O por lo menos Esperanza Aguirre, Artur Mas o algún otro descendiente de Napoléon? ¿No son ellos los verdaderos jefes de Estados y/o Estadillos?

Eso pregunté, y entonces Asesor y Pujol empezaron a carcajearse. A carcajadas. Todo carcajadas. Tal cual. Reían a gritos, se miraban, y reían más alto. Asesor se palmeaba los muslos mientras el President se limpiaba las lágrimas con la puntita de los dedos con cuidado de que no se le corriera el rimel.

Ay, si no fuera por estos ratos... – dijo uno de ellos.

Largo. Ya sabe qué es lo que no tiene que hacer – dijo el otro.

El gorila que me metió en el coche, abrió la puerta desde fuera y cogiéndome de la camiseta me arrastró al exterior. Me quedé sentadito en el bordillo, pensando, mientras el coche se alejaba a toda velocidad asustando a viejas y a niños.
He decidido, de momento, no rendirme. Al menos por ahora, hasta que sepa qué está sucediendo. Seguiré informando desde mi guarida recóndita.