No, a ver, tengo una buena
excusa.
Los últimos años de mi vida
no he ido a la playa por una sencilla cuestión de pudor: me avergüenza tener
pelos en sitios donde no tienen ninguna función práctica y no tenerlos donde
por lo menos deberían tener una ocupación decorativa básica.
Dar detalles me parece
innecesario.
Bien sea por la edad, bien
por la desidia moral y estética que últimamente guía mi camino, la última
semana de agosto cogí mi bañador, mi toalla de Mortadelo, gafas, tubo, cubo y
pala y me dirigí a una amplia zona de fina arenilla en la costa. Las olas
llegaban justo donde tenían que llegar, aunque alguna se aventuraba un poco más
que las otras y mojaba los pies de los cadáveres de turistas del norte de
Europa que los servicios de limpieza del ayuntamiento pertinente aun no habían
recogido y que esperaban, con cara de satisfacción, en la misma orilla. Parecían
medusas rellenas de sangría.
Sorteando estos y otros
cuerpos en aparente buen estado de conservación, llegué al agua, ataviado con
mi gran bañador rojo. Comprobé con la puntita de un dedo del pie derecho que el
agua estaba mucho más fría que el aire, lo cual provocó que la piel de mis
brazos se llenara de puntitos y que volviera corriendo al lugar donde había
dejado la toalla diciendo cosas como: “¡ay, uy, uy, uy, uy!”.
Es por ese motivo que decidí
dedicarme a “sacar agua”.
Esta práctica consiste en
hacer un agujero en la arena, ayudado por la pala de plástico, con el líquido
objetivo de llegar al agua que se ha colado, por capilaridad o por curiosidad,
bajo las toneladas de arena que forman la playa.
Lógicamente, cuanto más
cerca de la orilla se haga el agujero, antes se encuentra el agua. He hecho un
sencillo gráfico para que ustedes lo vean más claro:
En mi caso, decidí hacer el
agujero quizá demasiado alejado del lugar más indicado, porque me gusta retarme
a mí mismo y porque así tenía mejores vistas de una pareja de francesas
depiladas que reían simpáticamente agitando sus cuerpos.
La cosa es que tuve que
cavar mucho. Más de dieciocho horas sin descanso. Ya ni oía a las francesas.
Llenaba el cubo y con un ingenioso sistema de poleas lo subía y vaciaba el
contenido junto a la boca del agujero.
Como no podía ser de otra
manera y debido probablemente a la típica agitación de la corteza terrestre, la
montaña de arena que se había ido formando al lado del agujero, cayó dentro de éste y por consiguiente sobre mí.
No fue mi espíritu luchador
el que me sacó de allí, si no el hambre. Un largo y penoso trabajo de muchos
días (incontables a causa de la ausencia de luz). Finalmente, el viernes pasado,
conseguí asomar mi hociquillo al exterior. Desde entonces he estado llenando mi
estómago de bocadillos mucho más que consistentes y mis pulmones de aire
moderadamente limpio.
¡¡Estoy vivo!!
Siendo así, se te disculpa la ausencia...brrr
ResponderEliminar[¿O a lo mejor tú leías, entre trago y trago, a Kierkegaard?]
dl·Sp
Que va, que va, que va, ¡yo no leo a Kierkegaard! ¿Cómo voy a leer a un tipo que me dice que tome consejo de mis enemigos? Nononono... ¡Al enemigo no hay que darle la oportunidad ni de abrir la boca! Si no, no haber sido enemigo. Se siente.
ResponderEliminarSr. Perez, celebro su regreso. Escupa la arena y haga el favor de seguir regalándonos otro "puñao" de historias delirantes. Hoy ha logrado usted arrancar usted alguna que otra histriónica carcajada de este cuerpo enfermo en el que han hecho nido los rinovirus y los coronavirus. Tanta risa fortuita y sin aviso me ha obligado a retirar posteriormente los fluidos que expelidos de mi nariz alcanzaron la pantalla del portatil, pero... ha merecido la pena. Y ahora voy a por mi dosis de dextrometorfano y codeina.
ResponderEliminarOdaya.
ups, cuanto uted...
ResponderEliminarOdaya, ¡qué elegancia la suya al describir los perdigonazos mocosos! Por favor, usted cuídese, cuídese usted. Usted, usted y usted.
ResponderEliminarUn beso, así un poco de lejos, que yo ya tuve lo mío y no me hace falta más.