El título de esta entrada está plagiado del de una
historieta de Mortadelo y Filemón.
Me pareció de una calidad y belleza poéticas inigualables.
No obstante, como el gran
Francisco Ibáñez se disculpa en un margen del tebeo por haber hecho esa rima,
yo voy a hacer lo mismo que el maestro.
Esto es una historia que
sucedió hace muchos muchos años en una tierra muy muy muy lejana. Me la contó un
señor muy muy muy muy anciano del Tíbet. O eso decía él. Se llamaba Arnau, tenía acento
de Sabadell y los ojos rasgados. Yo no tuve coraje para cuestionarle su
procedencia, si algo respeto es a la gente mayor. Quizá no a todos, pero sí a
la gente mayor calva. Bueno, tampoco a todos los viejos calvos, pero a éste sí,
porque me veía reflejado en él. Por lo de calvo y vejete, ya que es casi seguro
que con el tiempo me convertiré por lo menos en una de esas dos cosas.
Bernardito Solomillos salió una
hora antes de su clase semanal de lengua francesa. No le gustaba mucho el curso
porque él se apuntó pensando que sería otra cosa y que en clase habría muchas
rusas, pero aun así acudía puntualmente porque no tenía ninguna excusa real en
la que escudarse para dejarlo. Abandonó el centro de estudios muy feliz porque
ya no tendría que volver hasta enero y eso le llenaba de dicha.
Entró en el supermercado para
comprarse beicon y pan, con el obvio objetivo de celebrar su libertad haciéndose
un bocadillo.
Al cruzar por la puerta de
entrada sonó la alarma. Él, muy contrariado, se echó las manos a los bolsillos,
con gran sentimiento de culpabilidad, aun sin haber podido robar nada ya que
estaba entrando y no saliendo. Así se lo dijo al guarda de seguridad, pero éste
no reparó en hacerle pasar a un cuarto lleno de paredes y vacío de ventanas. Le
conminó a que se quitara la ropa, cosa que Bernardito hizo sin protestar. Tras
una mirada aprobatoria y pasarle la porra por la espalda y las nalgas, le dejó
marchar no sin antes amenazarle con no ser tan indulgente la próxima vez porque
“te tengo calao, langostino”.
Lejos de verse mitigada su
alegría por este desafortunado suceso y tras comprar la mejor baguette y un
blíster de beicon Campotibio, Bernardito se dirigió a su hogar con una sonrisa
de oreja a oreja. Sorprendería a su querida mujercita con un sonoro “ho ho ho”
imitando a papanoel y apuntándole con la barra de pan.
La sorpresa, claro, se la llevó
él cuando descubrió que el que apuntaba a su esposa – y no con una barra de pan
precisamente – era el vecino del 4º B. Ambos desnudos en el lecho conyugal se
apresuraban a desviar la atención y el posible enfado de Bernardito diciendo una y
otra vez “esto no es lo que parece”. Los dos a la vez y a grito pelado.
Evidentemente, a estas alturas
el posible lector se dirá: “Esto sí que va a truncar el relato. Ahora veremos a
un Bernardito Solomillos violento y sediento de venganza”.
Pues no, tampoco esto pudo con
la felicidad de nuestro héroe. Se mostró comprensivo y se preguntó si la
baguette llegaría para tres bocadillos.
Por supuesto, el pan llegó para
un banquete no tan copioso como hubiera podido ser y tal vez con más silencio
del deseable para ser una cena entre vecinos, pero el beicon estaba tan bueno
que cualquiera se quejaba. El señor del 4º B quiso su bocata con queso. Pues
ahí tienes, con queso.
Vieron un partido de fútbol en
la televisión. La alegría de Bernardito se contagió a los otros dos comensales
porque el Logroñés Balompédico consiguió empatar al
Atlético Cañamones cuando faltaban tan solo diez minutos para el final y eso significaba que estaban en puestos de ascenso directo
a 8ª Regional C. Todo un éxito. Más vino en las copas y más queso para el
vecino, qué demonios, iban ganando y eran tiempos de paz, prosperidad y
felicidad.
A un minuto del final del
partido, el árbitro Cos de Pucela cometió un error que reflejarían las hemerotecas
siglos después: pitó un penalty absolutamente inventado contra el Logroñés
Balompédico. Cómo no, el jugador estrella del Cañamones marcó el tanto y a
continuación el ya por siempre cuestionado juez de campo indicó mediante dos
pitidos cortos y uno largo que el encuentro había finalizado. El Logroñés
permanecería en 9ª Regional un año más. E iban ya catorce.
Aquí sí que la paciencia de
Bernardito Solomillos cayó en picado dejando un hueco enorme que en un
milisegundo ocupó la ira más iracunda e irada que conoció aquella pequeña aldea
de las montañas.
Copas rotas, sangre, bofetadas
y rodillazos volaron aquí, allá y acullá.
El lado bueno es que en enero
no tendría que volver a las clases de francés y tenía la excusa perfecta para
no hacerlo: seis años y un día. Por lo menos ya sabía lo que se sentía al tener
una buena porra acariciando sus nalgas.
La moraleja de este cuento – me
dijo el señor Arnau – es que la felicidad es una cosa muy subjetiva, hijo.
Ahora dame todo lo que lleves encima que yo paso nesecidá.
Puto
viejo.