sábado, 29 de septiembre de 2012

Abusando de las drogas


Impartamos un poco de justicia.

Estoy harto de oír y leer en todas partes que las drogas son malas. No sé quién fue el lumbreras que se sacó eso de la manga.

Las drogas son esos pequeños bichillos que están sentados en sitios raros: al fondo de un cajón, en una bolsa de plástico dentro de una caja ubicada sobre un armario y acompañadas de peluches (escondidas debajo de los ositos y patos amarillos, abrigaditas con un trozo de papel higiénico envuelto a su vez por un trozo de papel de plata – unas siete vueltas que hacen el bulto un tanto grande - y todo ello protegido con un trapo de inocente aspecto), cogidas con una goma en el interior de una cisterna del retrete o bajo un colchón aplastadas contra el somier.

Ellas están ahí, quietas, pasando la vida más o menos cómodamente, sin meterse con nadie.

Pero entonces llega el que las usa, una y otra vez, el verdadero culpable de la tragedia que puede conducir a cosas tan horribles como robar dinero del monedero de una triste madre que, aun dándose cuenta, no osa afear la conducta a su querido hijo. Normalmente porque piensan que si tanto esfuerzo y dolor les costó parirlo, no va a resultar que el niño es mala persona.

Si yo abuso de mi secretaria, a nadie se le ocurriría decir que la culpable es ella (bueno, quizá a algunos jueces sí). Lo que toda mente cabal acabaría constatando es que el malo soy yo, por abusar.

Las drogas no son malas, no se meten con nadie. Son las víctimas. No abusemos de ellas.

Malo es Alejo (antes Aleix) Vidal Quadras. Prohibámoslo. O mejor, colguémoslo boca abajo, con los pies atados en la barandilla de cualquier puente y zarandeémoslo, a ver si escupe de una vez ese pelo que se le quedó atravesado en la garganta hace ya tiempo y que además de provocarle esa voz tan desagradable, está haciendo estragos en su deficiente cerebro fascista, el cual, sin duda, ya estaba mermado desde el penoso día en que sus ojos vieron la luz por primera vez.

 

martes, 18 de septiembre de 2012

Ausencia justificada: Soterrado


No, a ver, tengo una buena excusa.

Los últimos años de mi vida no he ido a la playa por una sencilla cuestión de pudor: me avergüenza tener pelos en sitios donde no tienen ninguna función práctica y no tenerlos donde por lo menos deberían tener una ocupación decorativa básica.
Dar detalles me parece innecesario.

Bien sea por la edad, bien por la desidia moral y estética que últimamente guía mi camino, la última semana de agosto cogí mi bañador, mi toalla de Mortadelo, gafas, tubo, cubo y pala y me dirigí a una amplia zona de fina arenilla en la costa. Las olas llegaban justo donde tenían que llegar, aunque alguna se aventuraba un poco más que las otras y mojaba los pies de los cadáveres de turistas del norte de Europa que los servicios de limpieza del ayuntamiento pertinente aun no habían recogido y que esperaban, con cara de satisfacción, en la misma orilla. Parecían medusas rellenas de sangría.

Sorteando estos y otros cuerpos en aparente buen estado de conservación, llegué al agua, ataviado con mi gran bañador rojo. Comprobé con la puntita de un dedo del pie derecho que el agua estaba mucho más fría que el aire, lo cual provocó que la piel de mis brazos se llenara de puntitos y que volviera corriendo al lugar donde había dejado la toalla diciendo cosas como: “¡ay, uy, uy, uy, uy!”.

Es por ese motivo que decidí dedicarme a “sacar agua”.

Esta práctica consiste en hacer un agujero en la arena, ayudado por la pala de plástico, con el líquido objetivo de llegar al agua que se ha colado, por capilaridad o por curiosidad, bajo las toneladas de arena que forman la playa.
Lógicamente, cuanto más cerca de la orilla se haga el agujero, antes se encuentra el agua. He hecho un sencillo gráfico para que ustedes lo vean más claro:


En mi caso, decidí hacer el agujero quizá demasiado alejado del lugar más indicado, porque me gusta retarme a mí mismo y porque así tenía mejores vistas de una pareja de francesas depiladas que reían simpáticamente agitando sus cuerpos.

La cosa es que tuve que cavar mucho. Más de dieciocho horas sin descanso. Ya ni oía a las francesas. Llenaba el cubo y con un ingenioso sistema de poleas lo subía y vaciaba el contenido junto a la boca del agujero.

Como no podía ser de otra manera y debido probablemente a la típica agitación de la corteza terrestre, la montaña de arena que se había ido formando al lado del agujero, cayó dentro de éste y por consiguiente sobre mí.

No fue mi espíritu luchador el que me sacó de allí, si no el hambre. Un largo y penoso trabajo de muchos días (incontables a causa de la ausencia de luz). Finalmente, el viernes pasado, conseguí asomar mi hociquillo al exterior. Desde entonces he estado llenando mi estómago de bocadillos mucho más que consistentes y mis pulmones de aire moderadamente limpio.

¡¡Estoy vivo!!